lunes, 16 de octubre de 2006

San Onofre.

No lo puedo evitar: me encantan los santos. Hay quien se divierte con los actores, los futbolistas o los políticos, pero yo lo hago con los santos. Y no porque sea creyente, qué va. Con todos los respetos, a mí lo que me gusta es buscarlos en las iglesias y jugar a identificarlos. O investigar sus historias, que casi siempre son sencillas, escabrosas y muy jugosas.

Mi último gran descubrimiento es éste: San Onofre. Nos conocimos en el Museo Nacional de Escultura de Valladolid y desde entonces somos grandes amigos. Lo primero que me llamó la atención de él, como supondréis, es que tenga una pinta tan rara. Pero claro: resulta que el tío se pasó sesenta años viviendo en el desierto de Egipto, vestido sólo con su propio pelo y hablando con un cuervo. ¿Qué otra pinta iba a tener? Lo único que comía eran los dátiles de una palmera (famoso remedio contra el estreñimiento, no lo olvidemos) y unos pedazos de pan que le traía el cuervo. En la Edad Media estaban encantados con este tipo de personajes, a los que llamaban Hombres Salvajes. En el fondo -supongo- les fascinaba imaginar hasta qué punto podíamos acercarnos a la bestia que llevamos dentro. La escultura de San Onofre que hay en Valladolid es bastante sobria, pero a veces llegó a estar a cuatro patas, como un mono. Lamentablemente para nosotros, ésa es una imagen poco frecuente que no suele verse en nuestras iglesias.

Más allá de las apariencias, sin embargo, lo que a mí me enternece de San Onofre es que siempre fue un perdedor. Antes de nacer, por ejemplo, un demonio le chivó a su padre que no era hijo suyo, y el padre, ni corto ni perezoso, lo tiró directamente a la hoguera. Este incidente sería el primero de una larguísima serie de descalabros: cada vez que parecía que iba a mejorar, lo único que conseguía era estrellarse todavía más. ¿Sabéis lo que le pasó después de sobrevivir al fuego? Pues que tuvo que ser amamantado durante años por una cierva blanca. ¿Os lo imagináis? ¡No me sorprende que disfrutase tanto con los dátiles del desierto!

Al cabo del tiempo nuestro hombre se hizo anacoreta. En aquella época, hacerse asceta te daba mucha popularidad. San Simeón el Estilita, sin ir más lejos, tuvo que vivir en una columna para escapar de toda la gente que iba a visitarle. Pero Onofre, como os decía, estaba gafado: ni siquiera viviendo en el desierto consiguió hacerse notar. La única persona que pasó cerca de él, un tal Pafnucio, se asustó tanto al verlo que se fue de allí por patas. En un patético esfuerzo por conseguir la santidad, el viejo peludo tuvo que perseguirlo a través del desierto y convencerle de que no era un monstruo sino todo lo contrario: un hombre de bien.

Después de muerto, Onofre logró su objetivo y tuvo por fin un hueco en el santoral. Pero el muy desgraciado estaba marcado y el destino todavía tenía una última calamidad -la más gorda de todas- reservada para él. A pesar de que se había pasado toda la vida luchando contra las pasiones y las tentaciones del cuerpo, los católicos no supieron entender su ejemplo. En cuanto las historias de viejos feos y solteros dejaron de ser bonitas, la gente le buscó un equivalente femenino, una especie de novia: Santa María Egipciaca. El pobre Onofre probablemente se retuerza hoy bajo tierra: no sólo le obligan a sufrir una inmortalidad contraria a su principio de celibato, sino que encima le dan como compañera a una vieja fea. Ya puestos, podían haberlo emparejado con alguna bella virgen adolescente, ¿no?

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Es lo que tienen los mártires y además ¿a qué católico le interesa un santo feliz al que imitar? Por cierto, a mí me interesa más la vida de Santa María Egipciaca: desde adelescente no pudo menos que ser libre y dejarse llevar por sus pasisones; así fue cómo harta de que no la dejaran en paz se fugó de su casa. Según cuentan, "cometió toda clase de impurezas", vamos que fue normal: hizo cosas que todos querían pero que nadie se atrevía. Con esas, se unió a un grupo de peregrinos, pero no penséis que para hacerse monaj o algo parecido, sino a pasear con ellos y a divertirse un poco. Fue entonces que que llegaron al Santo Sepulcro, y mientras los peregrinos se daban de golpes por entrar los primeros a arrodillarse y a suplicar (hay que ser raro), a ella algo como una mano misteriosa la agarraba y no la dejaba entrar con sus amigos. Esto le sucedió por tres veces cada vez que intentaba entrar al tamplo, hasta que ya el que le agarraba se cansó y le dijo: "Tú no eres digna de entrar en este sitio sagrado, porque vives esclavizada al pecado". Luego la chica se hizo santa y se echó a perder. Nadie quiere ser San Onofre, un peludo comedátiles, pero ¿quién no quiere ser Santa María Egipciana, en versión femenina o masculina?
Magapola

Rfa. dijo...

¿De verdad hay alguien a quien le gustaría ser prostituta?

Anónimo dijo...

¿Prostituta? Hacer las cosas por diversión no es una profesión ni una obligación. Lo que pasa es que antiguamente una mujer que fornicaba con varios hombres, le gustara o no, cobrara o no, era una puta. En cambio no se opinaba igual de los hombres... Y la cosa no ha cambiado mucho ¿verdad?

Rfa. dijo...

Querida Magapola, no voy a entrar en discusiones sobre moral. Lo que más me atrae de los santos son sus historias y su iconografía, no los valores religiosos que vengan asociados a ellos. Soy tan agnóstico, hija, que ni siquiera me escandaliza Dios.
Eso sí: Santa María Egipciaca era prostituta y así se cuenta. Igual que María Magdalena. Otra cosa es que se lo pasase bien follando, como tú pareces insinuar, pero ahí yo no entro.